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RAZÓN 1. LA LEALTAD DE LA FAMILIA - Burbujas de luz dorada.


BURBUJAS DE LUZ DORADA


La lealtad de la familia llega como primera razón para sobrevivir al fin del mundo en forma de un relato llamado: Burbujas de luz dorada.




Había crecido encerrado en la urna de cristal que sus padres le construyeron desde el preciso momento de su nacimiento. No había tenido oportunidad de enfrentarse a los riesgos de la vida: el frío y la humedad de las calles, la aspereza de la gente y a los peligros de las avenidas circundantes a los barrios donde vivían él, sus familiares y amigos más cercanos de la pareja. Apenas si consiguió recorrer el camino de la clínica a la casa, cuando nació, y el de la casa a la clínica, donde lo atendía un pediatra amigo de la familia durante su primer mes de vida. Su único contacto con la sociedad sucedió en el primer año; tiempo en el que, a regañadientes, lo llevaron al parque a que tomara algo de sol luego de cada baño matutino.

    También lo llevaron a la casa de sus abuelos para el cumpleaños del padre, y en la única navidad que pasaron fuera de la casa; cuando Dylan apenas tenía seis meses de edad, y le regalaron una pistola de burbujas que venía con un frasco transparente de jabón artesanal. Después de eso, el médico aceptó la petición de los padres de atenderlo a domicilio, por miedo a que se contagiara de cualquier infección, gripe o bacteria que estuviera en el ambiente. Desde ese momento, los padres optaron porque jamás saldría de la casa, aunque tuvieran que encerrarse por siglos, hasta que no estuviera completamente aliviado de una serie de alergias que iba adquiriendo con el transcurrir de los días.

    Para cuando Dylan tenía 5 años y era un experto en usar la pistola de burbujas. El chico había nacido con la mala suerte de tener un espíritu aventurero. Sus padres sufrían de todos los miedos a los que se podría enfrentar un ser humano: a la muerte, la base del instinto de supervivencia; a la pérdida de autonomía, de la libertad, de la capacidad de decidir por sus propias acciones o pensamientos; a la soledad, incluso viviendo en la misma casa debían permanecer todos juntos en una sola habitación durante la noche; a los alimentos transgénicos, por lo que únicamente compraban productos elaborados artesanalmente; al polvo, a la humedad, al exceso de luz, etc. Le tenían miedo a todo. Dylan, por el contrario, quería y sentía la necesidad de estar explorando el mundo, como un pequeño astronauta que llegaba a un planeta diferente cada mañana y dormía en otro más distante luego del ocaso. Sin embargo, las ínfulas expedicionarias del pequeño niño fueron cercenadas rápidamente por una madre temerosa y un padre que no sabía cómo contrariar a su mujer; al principio para evitar conflictos entre ambos y después por el físico miedo que adquirieron con el oficio de ser padres.

Los padres de Dylan habían sido jóvenes normales, jóvenes muy parecidos a cualquier otra pareja de enamorados que quisieron formar una familia desde el amor, jóvenes con ideales románticos y la natural necesidad de encontrar a alguien con quien compartir el resto de sus vidas. Eran profesionales hechos por su propio puño y brazo, codo a codo, plenos de vitalidad y deseos de conquistar el mundo con un objetivo común. Sin embargo, el nacimiento de Dylan, los nuevos compromisos profesionales, los desgastantes retos familiares y las transformaciones sociales modernas los habían enajenado. El miedo los había convertido en adultos incapaces. Durante el embarazo la madre sufrió de constantes ataques de pánico, de ansiedad y de tristeza. La mayor parte del tiempo se la pasaba llorando, sufriendo en silencio, y trataba de reponerse durante la noche, en el tiempo que compartía con su marido. El padre, por su parte, había llevado la peor parte. El padre transcurría su vida como autómata de la casa al trabajo y del trabajo a la casa; viviendo en un estado catatónico de forma retardada; que lo hacía hostil, despreocupado y retraído. El hombre se había alejado completamente de la realidad. Su monotonía agobiante, su soledad perpetua y la repetición exacerbada de los mismos pasos día a día, noche tras noche, habían terminado por aislarlo en su pequeño mundo; en una recámara oscura de cuatro paredes creada como extensión de su mente. La madre no había salido a la calle durante un año después del parto; perdió su trabajo y se dedicó únicamente al cuidado de su bebé.

Luego de dos años de difícil crianza, Dylan comenzó a sufrir de complicaciones respiratorias debido a las múltiples alergias que se apoderaban de su cuerpo, tan rápidas y frecuentes, como las aguas cristalinas de una elevada cascada. A medida que avanzaba en edad, el pequeño desarrollaba una alergia nueva en correspondencia a cada uno de los miedos que adquirían sus padres, comprometiendo incluso el uso de la pistola de burbujas, lo que generó un berrinche de tres semanas. Empezó con el polvo que entraba a la casa luego de los largos días de verano; siguió con el polen de las flores del jardín, por lo que se le prohibió jugar en el patio; y luego al perro y al gato que papá y mamá habían adoptado antes de que él naciera, lo que hizo que ambos terminaran en un refugio para mascotas abandonadas. De la fortaleza en la que vivía pasó a recluirse, única y exclusivamente, en el cuarto de sus padres. Una empleada del servicio limpiaba diariamente los pisos y el baño de la alcoba, así como tenía por obligación cambiar dos veces al día las sábanas de la cama; en la mañana después de levantarse y en la noche antes de acostarse.

Los ataques de asma no mejoraban, por el contrario, se agravaron con el paso del tiempo. Venían en la noche y se llevaban la tranquilidad de todos en la casa. Cada medida que empleaban los padres para contrarrestar los avances de las diferentes afecciones era más drástica que la anterior. Dylan terminó recluido definitivamente en el cuarto de sus padres a la edad de cuatro años, de donde no volvería a salir con vida. No pudo aprender nunca a dejar el pañal. Para cuando los padres entendieron que era importante que el niño usara la bacinilla, Dylan había adquirido una fuerte irritación en el surco entre los glúteos y alrededor del ano, tan terrible que no soportaba estar sentado ni un solo minuto, lo único que había conseguido calmarlo fue el regreso de la pistola de burbujas, pero sin jabón. Jamás aprendió a hablar verdaderamente; se comunicaba con sus padres por medio de palabras aisladas que no llegaban a concretarse en oraciones con sentido, apuntaba con el dedo lo que quería y se tocaba la barriga cuando tenía hambre. Hasta los dos años tuvo televisión en el cuarto, porque a esa edad empezó a irritarse por la luz y el sonido que producían los aparatos como el ordenador y hasta las pantallas de los mismos teléfonos celulares. En común acuerdo, los padres decidieron que ningún artefacto electrónico se usaría cerca de Dylan de ese momento en adelante.

Durante los interminables días en los que la madre permanecía encerrada con Dylan desarrollaron una relación enfermiza la una con el otro. Nadie tocaba al niño sin su autorización. El padre, que llegaba pasadas las 7 de la noche de trabajar, debía ducharse fuera, en el baño social, entrar desnudo a la habitación y vestirse en el cuarto, a fin de no contaminar el ambiente interno de la especie de cámara hiperbárica que habían creado para Dylan. Nada mejoraba con el paso de los días. En cambio, la situación se hizo cada vez más incontrolable. La alimentación de Dylan era un problema incluso peor: no toleraba los lácteos, los huevos, los frutos secos ni mucho menos las carnes procesadas industrialmente. Se alimentaba a base de cremas de verduras que la empleada preparaba con agua mineral que compraban por botellas. Nunca perdió peso, incluso la falta de ejercicio empezó a ser de Dylan un niño regordete, lo que terminó por complicar las irritaciones, no solo en las nalgas del pequeño, sino en todos los pliegues de la piel en las que se acumulaban restos de polvo y sudor.

En cierto momento, Dylan mostró un repentino estado de mejoría. Los episodios de asma menguaron, las lesiones en la piel habían sanado y las ronchas en la piel, del tamaño de un pulgar adulto, producidas por las múltiples alergias desaparecieron casi en su totalidad. Viéndose de mejor semblante, el niño pidió que se le devolviera el frasco de jabón para la pistola de burbujas. Luego de un consejo entre padres, ambos accedieron a devolverle el juguete completo al chico. Se la pasó todo el día intentando hacer burbujas solo con el agua que contenía el frasco de la pistola, pero no era tan divertido como cuando el contenido estaba repleto de jabón. Dylan, que ya entonces estaba lo suficientemente grande como para empezar a notar la razón por la que su juguete no funcionaba como antes, registró, desde la cama, los diferentes rincones en la habitación de sus padres para ver qué le podía servir como reemplazo del jabón en su frasco de plástico.

Cuando ya se acercaba la hora de que el padre regresara del trabajo, la madre se marchó a la cocina luego de intentar llamar a la empleada para que le trajera el tazón de crema de verduras con el que alimentaban a la criatura. Lo envolvió en cobijas y lo encerró con almohadas a la mitad de la cama para que Dylan no pudiera moverse o caerse. El niño continuó con su búsqueda de aquel líquido mágico que le devolvería la diversión a su juguete. Todo estaba demasiado alto u oculto. Entonces, en un momento de desmedida brillantez, el pequeño sintió deseos de orinar. Se mandó las manos al pañal y, como pudo, logró deshacerse de él. Con el cuerpo desnudo tomó el frasco de cristal y lo llenó con su propia tinta amarillenta y olorosa a infusión de jengibre. Armó nuevamente el juguete y accionó el gatillo, lo que produjo una envión de burbujas doradas que se esparcieron rápidamente sobre la cama. Dylan sintió felicidad y accionó el gatillo tres veces más. Las burbujas se agruparon sobre la cama, veinte a treinta por cada disparo que el niño proveía, y daban la impresión de ser inmortales, pues en lugar de destruirse se hacían cada vez más grande.

Luego de varios minutos de repugnante diversión, la habitación se halló en un aroma de almizcle, vinagre y jengibre que se le metió a Dylan por todos los poros y orificios de su cuerpo. Cuando quedaba en el frasco menos de una onza del líquido amarillento que tanta diversión le proporcionaba al infante regordete, la pistola se atascó y dejó de producir burbujas doradas que iban a revolotear como pájaros en primavera por toda la habitación. Dylan lo examinó para ver con sus propios ojos cuál era el problema y luego se lo llevó a la boca para intentar separar el arma de juguete del frasco de plástico. El timbre de la puerta sonó en ese preciso momento. El padre había llegado. El sonido asustó al pequeño y el frasco de plástico se explotó en su boca. La mamá abrió la puerta con el tazón en la mano y corrió sin saludar hacia la habitación. El padre, deseoso de cumplir con el ritual de todas las noches esperó en el primer piso de la casa mientras se desvestía frente al baño.

Un grito agónico proveniente de la habitación principal se escuchó por toda la casa, seguido por un silencio ensordecedor. El padre subió corriendo por las escaleras, semidesnudo, para ver qué había pasado. Dylan había muerto; ahogado en su propio orín. Miles de burbujas doradas iluminadas por una lámpara nueva, que se había instalado en el cuarto, sobrevolaban el cuerpo del infante regordete. El tamaño de las pompas había superado el diámetro de una cabeza humana y se estrellaban unas con otras, haciéndose cada vez más grandes. El padre sintió el olor a almizcle y jengibre desde que subió al segundo piso. Dylan había fallecido por intoxicación respiratoria, cutánea y digestiva de orina. Un componente en ella se había esparcido por toda la habitación gracias a las burbujas de luz dorada y se había convertido en una bomba alergénica para el niño. La tráquea de Dylan se había cerrado en cuestión de segundos, produciendo un paro cardiorrespiratorio que había acabado con su vida en cuestión de minutos.

Cuando el padre llegó a la habitación, las burbujas se escapaban del cuarto por la puerta. Dylan yacía morado sobre la cama, envuelto en cobijas y almohadas salpicadas de color amarillo. La madre había logrado llegar hasta él y había posado su mejilla derecha sobre el cuerpo inerte de su hijo. El trum pum, trum pum de los latidos del corazón había desaparecido. Al ingresar, el padre se encontró de frente con los ojos de su mujer. Estaban tan claros, tan iluminados por el efecto de la luz a través de las pompas que aún sobrevolaban por la habitación, que juró verlos tan amarillos como las mismas burbujas que habían causado la muerte del pequeño. Se detuvo en la puerta. El tazón con crema de verdura yacía en el suelo junto a los pies de la cama, su olor se perdía entre el ácido de la orina. Los dos respiraron. Sabían que el sufrimiento había terminado con su muerte, pues quién vive realmente es el que sabe que en algún punto ha de morir. Y, en ese preciso momento de claridad, la luz de la lámpara se tomó toda la habitación, logrando que las burbujas de luz dorada se fueran disipando, al igual que todos sus miedos.


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